Lectura: reflexiones para una utopía
Desde hace muchos años vengo analizando el proceso de aprendizaje de los chavales que caen cada curso en mis manos y trato de encontrar los motivos de ciertos fracasos manifiestos en mi propio proceso de enseñanza. Otros problemas los observo a más largo plazo, a medida que "mis chavales" van creciendo, tanto en edad como en madurez y conocimientos. Y en ese análisis sobre el fracaso escolar de mis alumnos he llegado a una rotunda y a la vez patética conclusión: estoy convencidos de que el 90 por ciento de los barcos escolares que encallan antes de llegar a puerto están siendo torpedeados por problemas relacionados con la lectura.
Reflexionemos juntos: ¿cómo puede desarrollar adecuadamente su proceso de maduración y aprendizaje académico un individuo medio que no tiene ninguna afición por los libros –por la lectura gozosa y recreativa– y cuya comprensión lectora se encuentra bajo mínimos? Un muchacho que ni siquiera es capaz de disfrutar de las fantásticas aventuras –unas veces tiernas, otras apasionantes, o patéticas, o exultantes, o misteriosamente íntimas– que se esconden en la literatura comentada en este estudio, ¿cómo va a ser capaz de "leer", de estudiar, de "temblar de emoción" cuando se le obligue a aprender teoremas y teorías, ideas e ideologías, historias y filosofías que están en otra onda totalmente distinta a la de sus gustos, sus intereses y sus motivaciones?
Y si ese individuo tipo no tiene ni tan siquiera una lectura comprensiva, ¿cómo va ser capaz de realizar tareas tan poco atractivas y motivantes como la resolución de un problema matemático? ¿No has pensado nunca que tras un chaval al que "se le dan mal los números" puede haber simplemente un problema de comprensión lectora? Si un individuo no entiende el planteamiento escrito de la tarea que pretendemos que resuelva, ¿cómo podremos saber si tiene capacidad, dificultad o ineptitud? ¡No pidamos imposibles a nuestros alumnos! La constatación de esta realidad nos sumió inicialmente en una profunda tristeza y en un quejumbroso desasosiego.
Coincidiréis conmigo –y con muchos expertos y padres– en que los niños se estremecen de emoción cuando se inician en el aprendizaje lector. Una emoción entre divertida y traviesa, entre misteriosa y expectante porque saben que cuando sean capaces de descifrar aquellos signos que lo invaden todo (papeles, folletos, camisetas, TV...) habrán dado un paso de gigante para que sus padres les consideren... ¡mayores! Ellos están deseando bucear entre las letras, entre esas mágicas páginas cargadas de símbolos a las que los mayores llaman cuentos y de las que mamá y papá, la abuela y con un poco de suerte el maestro, extraen fabulosas historias de duendes y enanitos, de brujas y de hadas, de tierras lejanas y de objetos cercanos.
Entonces el niño comienza su paso por la escuela y es ésta la encargada de provocar ese aprendizaje hechizador. Pero algo sucede, algo está fallando porque el empuje inicial, el entusiasmo innato a la curiosidad infantil se apaga a los pocos meses y dificulta el afianzamiento de un auténtico hábito lector.
¿Que la culpa la tienen los medios audiovisuales –cine, TV, videojuegos...– que enganchan de tal modo a los pequeños que crean en ellos una adicción incontrolable? ¿Que la familia no lee, que no se preocupa de fomentar el gusto por los libros? Sí, todo eso está muy bien, todo eso es muy real –aunque a la vez muy discutible–, pero no podemos cerrar los ojos por más tiempo y debemos preguntarnos: ¿no será la escuela –con sus métodos, actitudes, escala de valores y planteamientos– la que está matando el apasionado empuje con el que el niño se acerca a los libros?
No podemos negar que la lectura en esos primeros años supone para el niño un amplísimo horizonte de fantasía y sueños, una estimulante mezcla de conjuros mágicos que le permitirán abrir mil puertas y descubrir infinitos mundos de la mano de utópicos, irreales y al mismo tiempo cercanos y entrañables personajes. Nos empeñamos en dotarle de las técnicas y mecanismos para descifrar los signos gráficos, pero nos olvidamos del objetivo didáctico que ha de inspirar nuestro trabajo: lograr que el niño ame la lectura. Ahí es donde reside el matiz revolucionario que hemos de introducir urgente e irremediablemente en nuestra "didáctica de la lectura": hasta ahora nos limitábamos en los primeros cursos de Primaria a "enseñar a leer" (deberíamos decir mejor "enseñar a decodificar signos escritos").
Y para lograrlo (era imprescindible hacerlo, pues nos jugábamos poco menos que nuestro prestigio profesional) rebuscábamos en los fondos editoriales hasta dar con el método mágico/infalible (¿analítico?, ¿sintético?, ¿mixto?... ¡qué más daba!) que nos permitiera lograr (¡sí, a nosotros, no a los niños!) que a final de curso ni nuestros compañeros ni mucho menos los padres pudieran echarnos en cara que "nuestros niños no sabían leer". Ahí residía nuestro gravísimo error: estábamos planteando el proceso metodológico en función de presiones externas (llámese oficiales, gremiales o sociales), de criterios tan injustos y contradictorios como el marcado por sentencias como ésta: "¡es que con 6 años y en 1º ya tienen que saber leer!" Vamos a ver, preguntémonos qué es lo que entendemos por lectura, planteémosnos si esta tarea tan compleja y a la vez fantástica y trascendente consiste sólo en trasladar el mensaje escrito a nuestro cerebro para que éste lo recicle y modifique nuestra conducta o nuestros razonamientos posteriores, o si creemos que el proceso lector va mucho más allá, que profundiza desde lo intelectual a lo afectivo, lo emocional, lo íntimo, lo onírico e incluso lo irreal.
No os costará mucho saber en qué bando situamos nuestros planteamientos. Mientras en la escuela no se enseñe a los niños paralelamente a descifrar signos y a alcanzar una lectura crítica, comprensiva, libre y motivadora, no se conseguirá que el proceso sea perdurable y progresivo no sólo en el tiempo sino, sobre todo, en el interés y la emoción espontánea. Sin culpabilizarnos ni dramatizar analiemos lo que está pasando. Hasta ahora saber leer consistía –como decía Francesco Tonucci– en "demostrar al maestro que se era capaz de descifrar palabras y frases escritas en un libro". Y nadie se preocupaba mucho por lograr que ese proceso fuera atractivo para el niño.
Y se caía en otros errores como la lectura en voz alta como único procedimiento (¿cuándo la utilizamos los adultos?) y en el empleo de un mismo libro de lectura (construido la mayor parte de las veces a base de textos poco significativos para el niño, o fragmentos de obras de calidad anexados unos a otros sin ninguna lógica) que todos los alumnos debían seguir "por la misma página, al mismo ritmo, con la misma entonación"... Todos hemos empleado estos métodos de trabajo y si somos sinceros reconoceremos que seguimos utilizándolos, aunque ahora intercalamos –¡gracias a Dios!– técnicas más modernas e individualizadas. Y debemos admitir que esos procedimientos hacen comprender al niño que la lectura es lo más opuesto a una actividad lúdica, placentera y libre. ¡Su desilusión es patética y en muchas ocasiones irreversible!
Si incluso la Reforma –que siempre anda por detrás de las necesidades reales– nos habla de aprendizaje significativo, motivador, que parta de la experiencia previa y próxima al niño, en el tema de la lectura éste debe ser un mandamiento claro y sin excepciones. Logremos que el primer contacto del niño con los libros sea apasionante, emotivo, gozoso y que sus primeros pasos empapándose de letras le resulten inolvidables y habremos sembrado en él tal "adicción" a la lectura que un libro le arrastrará hacia todos los demás.
Creo que conviene suscribir pedagógica y emocionalmente las palabras de Seve Calleja en su magnífico libro Todo está en los cuentos (1): "Lo leído se transformará en vivencia, en horizonte y en hábito". Sería fantástico llenar nuestras aulas de lectores como el Bastián de La historia interminable. Ahora este objetivo se nos antoja utópico, pero si creemos en la lectura crítica, comprensiva y placentera desde el principio, haremos real lo que hasta ahora nos parece un sueño imposible.
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